Empezó a gestarse el día que encontré mi bola de la suerte. Se cayó hace no se cuanto tras una cómoda (no se por que digo cómoda, esa palabra me hace pensar en un mueble antiguo, de caoba y tiradores dorados, y mi cómoda no es más que una cajonera MALM de IKEA que, eso si, monté yo solita y a la primera). Escondida tras los cajones, rodeada de pelos de perro se salvó de ir a parar junto con todos mis supuestos amuletos al botín del caco que me robó la plancha. Es una bola que robé (nadie es inocente del todo) una noche a altas horas de la madrugada de un bar de diseño en que ya en su día cobraban 800 pelas pelas por un cubata (así que también eran ya entonces un poco ladrones, creo que siguen y van por los 10€ la copa). Había un bol lleno. Llamaba la atención, y mi amigo y yo, encaprichados de los reflejos del nácar (y un poco borrachos y acaramelados) camuflamos un par en nuestros habanas colas. Siempre bebo combinados con cola, una suerte, jamás hubiera podido camuflar la bola en un amargo Gin-Tonic.
No he encontrado a mi amigo detrás de la cómoda, una lástima, por que guardo muy buen recuerdo y me gustaría saber que fue de su bola. La cuestión es que me guardé la bola en el bolsillo. Y a partir de ese momento a pasar cosas raras. O al menos raras en mi. La primera reacción fue limpiar mi dichosa estantería. Eso suele ocuparme un día entero. Es algo laborioso. Hay que sacar cada libro de su sitio, que puede ser casual o buscado, limpiar el lomo y la cubierta, leer el título y pensar si lo cambio de sitio. Y es que mi estantería es muy jerárquica, en la balda que queda a la altura de os ojos (de los míos, que es mi casa y soy bajita), sólo van los libros especiales. Los que me han hecho reír o llorar de un modo especial. Los que me han hecho pensar y los que me han cambiado de alguna manera. A partir de ahí según el rollo que me den van a una estantería o a otra. Supongo que únicamente alguien “que esté a mi altura” daría con la balda adecuada para hacerse una idea de mi. Así que cada libro lleva su tiempo. Además dentro y entre los libros aparecen recortes de noticias, cartas, fotos, notas mías y de otros que cada vez me hacen sonreír. Y están las cajas, las cajas que no se llevó el caco. Allí están contenidos aunque luchando por salir, mis incipientes Síndrome de Diógenes. Son dos, el que me impide desprenderme de recuerdos olvidados, de viejos diarios, de negativo jamás revelados…y el que junto a todos esos trastos agazapado espera el momento en que me de cuenta de que todo lo que está fuera de esas cajas es mentira. Las cajas podría limpiarlas por fuera sin siquiera moverlas, pero no, las abro y pienso “tendría que tirar todo esto”, y me fumo un cigarro removiendo cositas y las cierro y las vuelvo a colocar en su sitio. Unas veces con una sonrisa boba y otras con una lágrima, boba también, claro.
Una vez acabada la sesión estantería. Siguieron ocurriendo cosas extrañas. Arrastrada por una fuerza desconocida saqué el costurero de su escondite y no sólo me las apañé para coser los botones caídos en los últimos años y chapucear algún descosido, sinó que ordené los hilos por colores. Después fui a hacer la compra y en mi nevera ahora hay algo más que frio. Se la ve mejor, más sana, más animada. Ahí no acabó todo. Después cociné comidas normales a horas normales y siguiendo con los fenómenos alimenticios, saqué la bolsa de ganchitos y la tableta de chocolate que pese a todo se habían colado en el cesto, y ¡no me las acabé de tirón!
Pero ni siquiera esa primera victoria (¿o derrota?) ante los ganchitos y el chocolate es lo más desconcertante es que, sin saber a dónde voy, estoy segura de que voy por el buen camino.