
Llegó abrumada a la cafetería. Había tenido una reunión con su padre. ¡Una reunión! No una discusión después de la comida, no una discusión acerca de que canal se veía aquella noche, no una discusión acerca de si iba vestida como una puta o que horas de volver a casa. ¡Le había enviado un SMS citándola en su despacho para una reunión! Ella ni siquiera imaginaba que su padre supiera enviar un SMS, de hecho estaba segura de que lo había enviado su repelente secretaria después de comprobar la agenda.
Pidió un cortado. Tenía 2 semanas. Sin duda su padre estaba atravesando la crisis de los 60. ¿60? ¡No! Debía haber cumplido ya los 62. No estaba segura, de cualquier modo se acercaba la jubilación. Nunca se había planteado que pasaría en es momento. Ella se sabía heredera de un par de pisos en el centro, una casa en la playa y un apartamento en la montaña, pero nunca se había parado a pensar que haría ella el día de mañana y, ni mucho menos, en que pasaría con la editorial. Nunca jamás se había imaginado como editora y ahora su padre le proponía enseñarla a dirigir el negocio. No era mala idea, era un negocio que daba pasta y ella se veía capaz, y sin duda su padre, analítico y previsor hasta la exageración también pensaba así, si no, no hubiera contado con ella, la hubiera vendido a un buen precio asegurándole a ella unas rentas o se hubiera quedado al mando hasta que la muerte lo encontrara en su despacho.
Pero, si la veía capaz, ¿a santo de que ponerle un proyecto de prueba con un plazo de dos semanas? Sabía que su padre cumpliría su promesa, ¡su amenaza! Y si ella no le presentaba un proyecto con cara y ojos, donaría su empresa a una fundación que él mismo crearía. Pese a ser un hombre de negocios, su padre tenía un componente filantrópico y una generosidad muy importante.
Un golpecito en la espalda la arrancó de sus pensamientos. “Perdón” Se giró algo molesta a ver que pasaba. Un chico había entrado en la cafetería con tres grandes pizarras. Un camarero le saludó con un afilado “Hombre, por aquí viene el escritor” “Vete a tomar por culo. ¿Dónde está la escalera?” Ella observaba la escena con curiosidad. El chico se subió a una escalera y descolgó las tres grandes pizarras una a una y las sustituyó por las nuevas. Se fijó en la caligrafía. Solo alguien que amara las palabras podría tratar con tanto mimo las letras. Aquellas ofertas, más que un reclamo parecían caricias escritas. Se fijó en el chico de las pizarras. Era guapo. Él, que recogía las pizarras antiguas, también la miró y se sacudió la tiza, que le había manchado la camiseta, con cara de circunstancias. Ella sonrió señalando las pizarras. “Que letra más bonita”. “¿Lo has escrito tú?” Él, con un escalofrío respondió “Sí”. Ella alargó la mano y cogió un par de servilletas de papel. "¿Podrías escribirme algo?".